Aquella noche ella murió.
Y lo hizo como siempre había deseado, con las manos llenas de tinta y sangre y el corazón vacío.
Aquella noche escribió su mejor relato, cien palabras tan solo, pero en cada una de ellas recaía todo el peso de su alma.
Ella era poesía, frágil y efímera, tierna y lírica, un pequeño fragmento de un poema nunca escrito.
Tras poner el punto final se dio cuenta de que nunca escribiría algo más hermoso que ese nudo de símbolos y entrañas jamás conocido por el universo.
Así que se dejó llevar, se abandonó a su suerte a sabiendas de que no había red de seguridad.
Y se dejo caer.
Y se dejó desangrar.
Y por fin paró el mundo.
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